Cuando debatimos sobre algún tema de cierta profundidad, a menudo no nos ponemos de acuerdo porque no usamos el mismo vocabulario. Las palabras tienen significados diferentes para distintas personas y estos significados están cargados de emociones y a veces de prejuicios. Una de las cosas que quiero hacer en este nuevo blog es plantear algunas reflexiones políticas sobre estos tiempos interesantes que nos ha tocado vivir. Pero para evitar esta confusión de significados tengo que poner las cartas sobre la mesa e intentar explicar lo que pienso sobre algunas nociones políticas de carácter general. Ustedes no tienen por qué asumir los significados que yo utilizo, pero al menos podrán comprender cuál es mi intención o mis premisas de partida cuando hable de otras cosas. Al mismo tiempo, el hecho de plantear estas nociones políticas es una oportunidad para hacer reflexiones generales sobre una serie de aspectos comunes a todas las sociedades humanas, intentando ir un poco más allá de los prejuicios que nos genera el contexto social en el que vivimos. A veces hay que recomponer las categorías políticas para adaptarse a las exigencias de la vida que fluye. Por supuesto, esta composición de lugar que yo me hago no ha salido de la nada, sino que debe mucho a las ideas de diversos autores como Marx, Bourdieu, Mitchells, Havel o Turner. Como esto no es un trabajo académico, no voy a aburrir al lector con citas eruditas.
ZOON POLITIKON.- Como decía Godelier, el ser humano no solo es un animal social, sino un animal que construye sociedad para vivir. Nuestra superviviencia como individuos y como especie depende de las relaciones sociales que nos mantienen unidos. Por más independientes que nos podamos creer, la producción y la reproducción de la vida humana necesitan de la configuración de una serie de relaciones sociales a través de las cuales la vida se mantiene. Esta maraña de relaciones sociales conforma una estructura que determina una cierta división social del trabajo, es decir, del esfuerzo humano dirigido a la producción y la reproducción de la vida. Cuanto más marcada es la división del trabajo, más importante es la especialización funcional (las personas y los grupos se dedican a aspectos concretos de la producción, la reproducción y el consumo y no a la totalidad de la vida social, que se hace inabarcable) y más compleja es, por tanto, la estructura de la sociedad. La complejidad de la sociedad se sostiene sobre una serie de consensos que habitan en la imaginación compartida; así, por ejemplo, el “dinero” es una construcción social que no tiene una existencia material real, sino que depende de la atribución de significado a una serie de objetos, de relaciones o de actos de comunicación. Existe en la imaginación, que no es poco, porque la imaginación humana colectiva puede transformar la realidad material.
EL PODER.- La realidad del poder es un fenómeno inherente a la condición humana que aparece en todas las formaciones sociales, tanto en las más complejas como en las más sencillas. El poder es necesario para mantener la desigualdad que mantiene las relaciones sociales de producción. Podríamos definir el «poder» como la capacidad que en un momento dado tienen unas personas o grupos para imponer su voluntad sobre otras personas o grupos, haciendo que los seres humanos dejen de ser fines en sí mismos y convirtiéndolos en instrumentos al servicio de otros fines (de las personas o grupos sociales que ejercen el poder, de otras personas o grupos sociales o del conjunto de la estructura social). El poder puede derivar de la estructura de una sociedad (por ejemplo, la capacidad del empresario de organizar el trabajo de sus empleados) o bien de una situación circunstancial (como cuando una persona es asaltada por un atracador).
LA VIOLENCIA.- La violencia o la coacción es el modo en el que se manifiesta empíricamente el poder de unas personas o grupos sobre otras personas o grupos. La violencia puede ser física, social o simbólica. La violencia física implica la alteración directa de la realidad material (por ejemplo, un golpe, la destrucción de un objeto o la retención de una persona). La violencia social implica la coacción mediante elementos inmateriales o imaginarios, pero de efectos muy reales, que dependen de la estructura de una determinada sociedad y, por tanto, del consenso de significados compartidos que existe en la imaginación colectiva (por ejemplo, un mandato jurídico o el miedo al desprestigio). La violencia simbólica es el modo en el que los sujetos pasivos o víctimas del poder asumen como propias las categorías o los valores que mantienen la posición de poder de sus dominadores (por ejemplo, cuando una mujer piensa que las mujeres deben ser sumisas a sus maridos porque Dios lo ordena así). La violencia física directa es más patente en las sociedades menos complejas. Cuanto más compleja es una formación social, más importancia cobran las formas sociales o simbólicas de violencia, porque la violencia física tiende a integrarse en espacios especializados, pero eso no quiere decir que desaparezca. Solo se hace menos visibles porque los mecanismos sociales inmateriales operan por si solos, sin que sea «necesario» alterar la realidad material. Pero la violencia física siempre está presente en último término al final de la cadena de significados e interacciones sociales. Por ejemplo, una orden de deshaucio es violencia social, pero su poder se basa en que, en último término, alguien te desalojará físicamente de tu casa para cumplirla.
CONTRADICIONES ENTRE EL PODER Y LA HUMANIDAD.- La realidad del poder y de la violencia suponen una enorme contradicción en el ser humano Por una parte, el poder y la violencia son fenómenos inherentes a la condición humana que, en términos globales (es decir, no en sus manifestaciones concretas pero sí como realidades abstractas) son indispensables para el mantenimiento de la vida humana. Por otra parte, el poder y la violencia siempre son enemigos de la dignidad humana personal y colectiva. Mediante el poder, los individuos y grupos nos convertimos en instrumentos al servicio de otros fines, separándonos de nostros mismos y de nuestros fines e intereses. Eso sí, no siempre somos conscientes de esa alienación, puesto que la violencia simbólica puede hacer que aceptemos dentro de nuestras categorías este proceso de disociación entre nuestra conducta real y nuestros intereses.
Ante esta contradicción caben básicamente cuatro actitudes: 1) Renunciar radicalmente a la realidad del poder (lo que resulta ilusorio debido a la interdependencia humana pero puede ser una vía de escape individual en determinados contextos); 2) Actuar como detentadores de poder utilizando a otras personas como instrumentos para nuestros fines; 3) Aceptar la realidad del poder que se ejerce sobre nosotros e intentar asumir las categorías de los dominadores para que nuestras contradicciones no fracturen nuestra conciencia; 4) Oponernos al poder cuando tomamos conciencia de la situación de alienación y luchamos contra la opresión. No hablo de distintos tipos de persona, sino de distintos tipos de actitudes que en un momento u otro puede tener la misma persona. La cuarta actitud implica una nueva contradicción. La única manera de oponerse al poder de un modo efectivo consiste en construir una realidad de poder (y, por tanto, de violencia). De un modo u otro, esta realidad de poder también se opone al ser humano y genera nuevas necesidades de oposición.
DEMOCRACIA.- Literalmente significa “el poder del Pueblo”, lo cual es una contradicción en los términos porque el Pueblo es el conjunto de personas sometidas a un poder determinado. La democracia no existe si se pretende que sea un estado determinado de las cosas, una situación concreta o una forma de gobierno. Pero tiene sentido concebirla como un proceso continuo de lucha, de compromiso, de diálogo, de batalla, de oposición y de matrimonio de conveniencia entre el poder y el Pueblo, que son enemigos por naturaleza. Así pues, la democracia es el proceso de canalización de la contradicción que existe entre el poder y la naturaleza humana o el pueblo como entidad abstracta. Por supuesto, hay contextos sociales más democráticos que otros. Un contexto social será más democrático cuanto más adecuadamente se haya canalizado esta contradicción. Pero ninguna realidad de poder es completamente “democrática”. La contradicción es permanente y sigue impulsando la construcción de contrapoderes y la evolución de las sociedades.
LEY DE HIERRO DE LA OLIGARQUÍA.- Todas las instituciones “democráticas” constituidas para luchar contra el poder deben construir una forma de poder (y, por tanto, una forma de violencia) para intervenir en la realidad social de modo efectivo. Por lo tanto, todas ellas se convierten en menor o en mayor medida en opresores en potencia cuyo poder debe ser también debe ser contrarrestado. La democracia como proceso supone a menudo que los opresores son vencidos por un poder que a su vez se convierte en opresor. La solución a esta contradicción pasa, de un lado, por asumir que la única verdad es el presente (el futuro traerá otras preocupaciones) y, de otro lado, porque la batalla democrática sea continua también en el seno de los instrumentos concebidos para oponerse al poder.
TABÚES SOBRE LA VIOLENCIA.- Los tabúes sobre la violencia se basan en el supuesto rechazo radical de toda forma de violencia, o bien solamente de la violencia física.
Estos tabúes se basan en la idea verdadera de que toda forma de violencia es enemiga del ser humano y se opone en menor o mayor grado a su dignidad. Sin embargo, solo puede ser absolutamente coherente con esta postura desde la actitud anacoreta del “contemptus mundi”, que implica el rechazo de todo poder. Esta postura es ilusoria debido a la interdependencia humana y al hecho de que la propia existencia humana depende de la realidad del poder. Aunque la violencia sea siempre negativa no podemos renunciar a ella globalmente, de modo que el verdadero dilema es determinar quién puede ejercerla, con qué límites y con qué condiciones, cuáles son los fines a los que debe servir, cuáles son los efectos primarios o secundarios que produce y cuál es la ponderación entre estos efectos y los fines a los que sirve. Por ejemplo, detener a un asesino para que deje de matar es un acto de violencia que de algún modo se opone a la libertad del asesino, pero que seguramente resulta necesario para mantener otros bienes que se han ponderado como más importantes que la libertad del delincuente para dañar a otras personas.
En las sociedades modernas, puesto que la violencia física aparece normalmente de manera invisible y el Estado pretende tener un monopolio sobre ella, aparece el tabú de que la violencia física siempre es éticamente reprobable, excepto cuando la lleva a cabo el Estado. Este tabú es una forma de violencia simbólica que emana del Estado para legitimar su monopolio. En términos racionales no hay motivos para creer que la violencia física sea más dañina per se sobre la dignidad humana que otras formas de violencia. Así, por ejemplo, una bofetada puede hacer menos daño que una grave calumnia o un despido discriminatorio. Ciertamente, la violencia física está más cercana a los intereses materiales del ser humano, que son sus intereses más básicos, pero los elementos imaginarios socialmente construidos en cada formación social tienen efectos muy reales que se terminan imponiendo sobre el mundo de la materia de un modo u otro.
Lo que sí es cierto es que cuanto más compleja es la sociedad, menos importante es el papel directo de la violencia física en el ejercicio del poder o de los eventuales contrapoderes. Así, por ejemplo, una bofetada no puede parar una OPA hostil, a menos que por alguna razón desaparezca el consenso en la imaginación compartida humana que permite que los símbolos asociados a la OPA produzcan efectos materiales muy reales.